“¿Por qué sigues igual, Klint?” me preguntan los amigos.
Al principio no les entendía.
Ahora no me canso de repetirlo.
“No soy de fiar”.
Por eso decidí no comprometerme.
Pagué un precio por ello.
Sigo pagándolo.
Algunos piensan que es poco.
Barato.
Muchos son los que me califican.
De traidor.
Se preguntan cómo puedo soportarlo.
Vivir sin seguridad.
En la incertidumbre.
Dudan de mi intención.
O de mi valía.
O de mi humanidad.
Eso me duele, en silencio.
Porque, sinceramente, no tengo nada que esconder.
Con preguntarme, cualquiera tendría la respuesta.
En realidad, no hago otra cosa que lo que la mayoría desearía.
Desde siempre.
Divertirme sin entregarme.
Ser leal, pero no fiel.
Lo que muchos sueñan pero no hacen.
Soy libre hasta el límite posible.
Sin ataduras, hasta donde puedo.
Hay costumbres de las que una no puede deshacerse.
Se lo advierto a todos desde el principo.
No dependo de ellos.
Mi esfuerzo me costó.
No quiero un trabajo estable.
No deseo un empleo seguro.
Si estoy es porque quiero.
Detesto aprobar una oposición hasta que la muerte nos separe.
Para siempre.
O hasta la jubilación.
Aunque sea una garantía en tiempos de crisis.
Odio la rutina.
De lunes a viernes.
De ocho a tres.
A cambio de doce sueldos como doce soles, dos pagas y un mes de vacaciones.
Nadie dejaría algo así.
Como mucho, buscaría otro trabajo adicional.
Siempre que su estipendio no fuera suficiente para afrontar sus caros gustos.
A mi no me gusta estar atado para siempre.
A lo mismo.
Sin salida.
“Klint, ¿eres un traidor?”
Prefiero pensar que soy leal.